38ª Edición

2010

Qué lejano nos parece 1923, cuando el sonoro no venía de la pantalla, sino del piano en el patio de butacas, o de una orquestina que amenizaba, a veces con singular acierto –por lo que nos han contado-, las diversas imágenes que requerían nuestra atención. Y eso es lo que conseguía Edna Purviance, Una mujer de París, guiada por Charles Chaplin, en una relación que siempre fue apasionada, en la pantalla, en la vida y al otro lado del espejo. Las correrías de Chaplin con sus actrices son de sobra conocidas.

Es una forma de empezar, para diagnosticar que las relaciones de actrices y directores llevan el germen de lo tormentoso, cuando no el escándalo, con la emoción y el sentimiento de la pasión y el dominio para saber quién puede a quién, y en qué condiciones y por qué. Viendo y sintiendo estas películas lo sabremos hasta con certeza.
Vayamos a un ejemplo contundente. Estamos en 1932 y El expreso de Shanghai lleva camino de arrasar nuestras conciencias, provocando nuestra ironía, pues la impronta de Marlene Dietrich –en el papel de la arrebatada Shanghai Lily- tiene asegurada fama e imagen: Josef von Stenberg lo acaba de establecer de forma tan imaginativa como visceral. Tal vez por eso Marlene no pudo por menos de asegurar: “Nunca fui nada sin ti” –atestiguan que dijo. Los resultados a la vista están: la relación pasional por antonomasia.

En un fuego similar, aunque antagónico, se quemó Dolores del Río en 1943, cuando Emilio Fernández, “El Indio”, la dirigió en María Candelaria –esos planos del lago- con una cadencia que traspasa la pantalla, como si “El Indio” estuviese siempre en sus brazos, aunque estaba casado, y los celos pudieron ser un potente detonante de sus relaciones encrespadas.

En cambio, en 1954, la relación entre directores y actrices tuvo un ejemplo tan memorable como inocente, pues el apasionamiento de Federico Fellini y Giulietta Massina en La Strada suscita toda suerte de admiración, desde el Óscar de Hollywood, hasta la sensación de que estamos ante la realidad felliniana pasada por el tamiz de la inocencia de Gelsomina, singular criatura que hizo realidad la inteligencia de Giulietta Massina, cabalmente asesorada por Fellini. Nadie puede olvidar su grito: “¡Ha llegado Zampanó!”. El cine es así de necesario y milagroso.

Volverían a estallar momentos tempestuosos cuando Jean-Luc Godard dirige a Anna Karina en Una mujer es una mujer. Estamos en 1961 y la “nouvelle vague” hace estragos en el ambiente cinematográfico. En esta película tenemos la oportunidad de comprobar hasta que punto Godard enlaza su técnica con el testimonio pasional de Anna Karina: los efectos parecen fluir de la pantalla, aunque le sobre academicismo.

Cerramos estas andanzas en 1978, con la pasión entrevista más allá de las brumas y las frialdades suecas: Ingmar Bergman es uno de los mejores y más apasionados directores. Y ahí tenemos ese recital interpretativo de Liv Ullmann con Ingrid Bergman en Sonata de Otoño, para que entendamos un poco mejor las difíciles, intensas, fogosas, irritantes, benéficas relaciones que se dan entre directores y sus actrices, ellos y ellas, de las que les hemos mostrado los encuentros que han leído, visto, imaginado: relaciones apasionadas donde las haya, recogidas y guardadas por nuestra memoria visual y cinéfila para nuestro conocimiento y deleite.

Contenido de la sección:

A WOMAN OF PARIS de Charles Chaplin (Estados Unidos)

SHANGHAI EXPRESS de Josef von Sternberg (Estados Unidos)

MARÍA CANDELARIA de Emilio Fernández (México)

LA STRADA de Federico Fellini (Italia)

HÖSTSONATEN de Ingmar Bergman (Alemania)

UNE FEMME EST UNE FEMME de Jean-Luc Godard (Francia)

Carlos Losada

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