25ª Edición
1997
Desde el principio había que romper el entorno burgués, dinamitarlo. ¿Para qué estudiar veterinaria? Ni siquiera periodismo o cortos publicitarios; ni la efímera Documento Mensile – con Antonioni, De Sica, Visconti -; ni los escarceos de actor – Casanova 70, Porcile- ; acaso la colaboración con Rafael Azcona y la histriónica, vital, pura dinamita, pese a su tosca forma cinematográfica, El cochecito.
De vuelta a Italia se enfrenta a la censura y los bienpensantes, que le odian tanto como él los desprecia: Son la hez de esa burguesía que le intimida y a la que utiliza para demostrar la decadencia del hombre ante la publicidad, que todo lo invade, e invalida, y de ahí llega al pesimismo sobre la condición humana, zarandeada entre el sexo y la familia. Testigos: La abeja reina, Dillinger ha muerto, La audiencia.
Y como consecuencia de su postura, de su feísmo innato, de su desprecio por las formas, de su gusto por la transgresión, llega su película por la que ha pasado a la historia del cine, La gran comilona, fresco de indudable interés, arropado por unos espléndidos Mastroianni, Piccoli, Tognazzi, Noiret, Férreot, y reflejo de una filosofía de la vida y del placer, que sucumben ante la indiferencia del tiempo y el predominio de los objetos: La fea burguesía alienada.
Se hará más evidente en La última mujer y Adiós al macho, donde la despiadada crítica a la sociedad de consumo, junto a una casi permanente misoginia, las hacen notables análisis sociológicos de una época y una ideas superadas. Desde el punto de vista fílmico, jamás pasó de una desdeñosa torpeza formal, a veces escatológica y procaz, y de ninguna ambición por saber qué había más allá del plano. Como diría un pedante: Conjugar el fondo y la forma.
Manuel Villegas López tiene razón. Los personajes de Ferreri, las situaciones que afrontan, no dejan de ser "el moscardón contra la vidriera". Nos llegan a interesar, pero no nos apasionan. De todas formas, es posible que Marcello Mastroianni le haya ido a esperar cuando llegó más allá del mundo y el cine.
Carlos Losada