22ª Edición

1994

Cuando todavía era casi un niño, Antonio Artero ya realizaba sus primeras películas dibujando tiras de papel, en aquella Zaragoza de la posguerra donde resultaba tan complicado ser feliz, sobre todo si se había nacido cuatro meses antes de la guerra civil al lado de los perdedores. Entonces, los sueños se confundían demasiado con el cine y ahí se agarró el joven e inquieto Artero para huir de una realidad muy poco luminosa. Arropado por los míticos foros culturales de la Zaragoza de los años 50 (la peña Niké, el cineclub Cine Mundo) y por sus grandes maestros (Pomarón, Rotellar, Fauquié), Antonio Artero comenzó a realizar unos cortometrajes que delataban el afán vanguardista, iconoclasta, rebelde y radical que iba a presidir toda su carrera. Un día, decidió marcharse a Madrid, y allí, en las aulas y en los pasillos de la Escuela Oficial de Cinematografía (EOC), Artero se empleó a fondo para aprender a filmar pedazos de vida y para testimoniar su absoluto desprecio por el poder y por el cine español más casposo y convencional. Su práctica fin de carrera, Doña Rosita la soltera , fue uno de los ejercicios más brillantes de la historia de la EOC y su activa participación en las jornadas internacionales de Sitges (1967), sirvió para dotar de sentido teórico al sitgismo, un movimiento cinematográfico que concretaba su espectacular corte de mangas a la cultura dominante. Sus aspiraciones de realizar un cine que rompiera el mundo se empezaron a plasmar en diversos cortometrajes (Del tres al once, 1968; Blanco sobre blanco, 1969), mediometrajes (Monegros, 1969) y largometrajes (El Tesoro del capitán Tornado, 1967; Yo creo que…, 1974; Trágala, perro, 1981), cuyas salvajes y estimulantes propuestas no fue capaz de digerir una industria aquejada de arterioesclerosis. Refugiado en el ámbito del corto y de la televisión, Artero ha logrado algunos de sus trabajos más libres y personales (Pleito a lo sol; Olavide; Miguel Labordeta, biografía interior ), y en 1993, un conmovedor retrato de un perdedor de todas las batallas de la vida, Cartas desde Huesca, ha servido para reivindicar el talento de un francotirador genial.

Luis Alegre

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