30ª Edición
2002
Peligrosa es la condición de actriz. No bien terminas un papel, debes interpretar otro; y acabando éste, te aguarda otra caracterización, y otra; y otra más… ¿Y al final qué queda? Porque si encima has conseguido ser mito, leyenda, fulguración, ¿cómo se te recordará?
¿Pensaste Maria Magdalene von Losch, en diciembre de 1901, Berlín, que te transformarían Sternberg, Mamoulian, Borzage, Lubitsch, Boleslawski, Clair, Leisen, Dieterle, Lang, Wilder, Hitchcock, Welles, Kramer? Lejos andabas de eso cuando estudiabas piano y violín, y sí no fuese por la artrosis, en 1921, ¿hubieras escrito tu autobiografía cuarenta años después con esa mezcla de candor y malicia, glamour y mentiras, sabiendo que después tu hija la corregiría y aumentaría? Y si nunca fuiste nada sin él, ¿qué queda de tus cabarets, canciones y teatros, de tu androginia y tus poderosas dotes sexuales?
Y de cuantos te acompañaron, Hemingway ni escribió de ti. Claro que para entonces Lola-Lola había enterrado cuatro años de papeles menores y casi ocultaba en la pantalla a Emil Jannings y comenzabas a forjar el mito que ya te perseguiría para siempre. Ese mismo año, 1930, lo demostrabas con Gary Cooper, en ese Marruecos febril y enloquecido, recreado a satisfacción por Sternberg y todos asombrados ante tus dotes de glamour y presencia, fotogenia arrebatada y ese misterio sutil que anidaba en tu sonrisa.
La confirmación te llegó en 1932, cuando Shanghai Lily, "la flor blanca de la costa China", viaja en el expreso por un país revuelto y fascinante, aunque no tanto como tú, sofisticada y hierática con el encanto inaprensible de una aventurera misteriosa. Y después, ¿recuerdas cuántos hombres y mujeres, secuencias y planos aventaron tu experiencia para terminar defendiendo a un marido que no te merecía? Tanto era así, que Charles Laugthon terminaría defendiéndote para que ese Testigo de cargo fuera algo más que una enloquecida mentira de posguerra que se pierde en el humo.
Apasionada, calculadora, imprevisible, sensual Marlene Dietrich, sigues llenando la pantalla de esa peligrosa desazón que es interpretar los personajes como si tú misma los hubieses creado, porque eres todos y cada uno de ellos, como un caleidoscopio en manos de un dios burlón y humano que tuviese los rasgos de Josef von Sternberg.
A este lado de la imagen, te fuiste para siempre en El expreso de Shanghai a ese lugar que todos llevamos en la memoria: el recuerdo de tu encantamiento persistirá mientras fluya el tiempo.
Carlos Losada