34ª Edición
2006
Tres es la cifra del cine de Luis Ortega (Buenos Aires, 1980), un cineasta fuera de norma dentro de lo que se ha dado en llamar “el nuevo cine argentino”, una denominación que esconde una complejidad mucho más generosa que la supuesta uniformidad que encierra esa etiqueta.
Caja negra un título enigmático, que se refiere quizás al alma de sus personajes– gira alrededor de tres únicos personajes: una chica llamada Dorotea (Dolores Fonzi), su padre (Eduardo Couget) y una anciana centenaria (Eugenia Bassi). Tanto Couget como Bassi hacen básicamente de ellos mismos y se diría que allí, en la intersección de una actriz con quienes no lo son, está el primer núcleo dramático de un film que casi no tiene argumento, ni pretende tenerlo. La ópera prima de Ortega se maneja con un sistema de opuestos que viene a reemplazar la ausencia de una tensión narrativa. A la antinomia entre ficción y realidad, Caja negra le suma otras, como juventud-vejez, o belleza-fealdad. La cámara se detiene en la tersura de la piel de Fonzi y la contrasta con los surcos de vida que atraviesan las manos y el rostro de la abuela. O contrapone la silueta de muñeca de la actriz con el cuerpo contorsionado de quien interpreta a su padre. Contra lo que podría pensarse, no hay nada oscuro en el procedimiento: Caja negra es un film luminoso, bañado generalmente por la cálida luz del sol.
Por el contrario, Monobloc es una obra sombría, cerrada, asfixiante. Aquí ya no hay trazos de la realidad exterior: todo parece transcurrir en un angustiante, insondable paisaje mental. Pero también en Monobloc hay tres personajes, que funcionan como vértices de un triángulo inquietantemente equilátero: Nena (Carolina Fal, la guionista del film), su madre Perla (Graciela Borges, un homenaje de Ortega al cine de Leonardo Favio) y Madrina (Rita Cortese). En este universo puramente femenino, el único hombre es una grotesca careta del Ratón Mickey. El sol parece haber sido reemplazado por una luz agónica, desesperada, lyncheana (que evoca también, quizás, la sordidez del cine de Arturo Ripstein). Y los diálogos –deliberadamente triviales— no hacen sino acentuar la soledad metafísica de este gineceo trágico.
Luciano Monteagudo