33ª Edición

2005

En sus legendarias Notas sobre el cinematógrafo, el director francés Robert Bresson planteaba que una película “no está hecha para pasear los ojos sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero”. Algo de ese raro poder de hipnosis, de ese carácter intransigente, de ese rigor extremo es el que anima al cine de Lisandro Alonso, un cineasta fuera de norma, de una originalidad absoluta, no sólo en el panorama del cine argentino actual, sino también en el contexto del cine internacional.

La opera prima de Alonso, La libertad (2001), que se dio a conocer primero en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) de Quintín y luego en la sección “Un Certain Regard” del Festival de Cannes, es ciertamente un film de una austeridad bressoniana (como a su manera también lo era Crónica de un niño solo, 1964, de Leonardo Favio, el único cineasta local a quien la nueva generación de realizadores argentinos reconoce como referente). Apenas un día en la vida de un hachero solitario de La Pampa, nada más, es lo que narra La libertad y, sin embargo, ese material tan sobrio, tan exiguo, le alcanza a Alonso para dar una visión del mundo y del cine, sin tener la necesidad siquiera de preguntarse por esa frontera indiscernible entre ficción y documental. El film está allí y su sola presencia parecería de pronto hacer superflua esa pregunta.

El haber sido rodado con escasos 30 mil dólares, con un único personaje y prácticamente sin diálogos –el primero, apenas un saludo, aparece recién a los 31 minutos de película– hacen de La libertad un film sin duda insólito en el contexto del cine argentino (y no sólo en el cine argentino). Esa excentricidad esencial del film, sin embargo, no está nunca declamada, como si La libertad exigiera para sí no sólo esa soberanía que se desprende de su título sino también la discreción y el callado ascetismo de su protagonista, al que sigue minuciosamente en su tarea cotidiana. Se diría que lo más interesante de la película de Alonso está precisamente allí, en la manera en que el film hace suya –en el montaje, en la puesta en escena– la economía de medios del hachero Misael, su proverbial habilidad para “maderear”, como él define su trabajo.
Con un solo golpe de hacha Misael corta una rama, con otro la marca y con un tercero le quita la corteza, mientras con el mango mide un tronco, siempre con rapidez y precisión. Es un trabajo duro, pero no parece haber casi esfuerzo en la tarea; todos sus movimientos son seguros y naturales, como si hubiera nacido ya con ese conocimiento. Así como cada acción, cada gesto de Misael parece el único posible en relación con su trabajo, lo mismo sucede con el film, en el que la cámara da la impresión de estar ubicada siempre en el mejor lugar, ni muy lejos ni demasiado cerca, a una distancia exacta, siempre respetuosa y prudente, como para dar cuenta de esa vida sin invadirla. La mayoría de los planos son largos y sostenidos, pero nunca pesan, ni tampoco sobran; lo mismo puede decirse de cada una de las acciones de Misael, que es capaz de dosificar con rigor –algo básico en la soledad del monte– desde un trago de agua hasta los restos de una comida o las pitadas de un cigarrillo.

Solamente una vez, cuando Misael se tira unos minutos a dormir una siesta, la cámara se permite liberarse del personaje e internarse sola en el monte, avanzando a campo traviesa con la extraña levedad de un sueño. Por lo demás, el film –que hace del sonido directo un elemento dramático, con el estrépito de la motosierra acallando de pronto el canto de los pájaros– se ciñe invariablemente a ese personaje alejado de la civilización, mimetizado con una naturaleza rústica, severa. Esa soledad esencial es también un elemento que tiende a acercar a Misael a los aislados protagonistas de los films de Bresson, al carterista de Pickpocket o al evadido de Un condenado a muerte se escapa, que también utilizaban sus manos con similar maestría. El camino que sigue Alonso por momentos parece un poco el mismo –la eliminación del actor, la desaparición de los diálogos, la pureza de la puesta en escena–, pero con objetivos muy diferentes. Mientras el cine de Bresson buscaba (y encontraba) en una mano, en un rostro, en una acción, las huellas de una presencia divina, superior, La libertad en cambio se conforma con observar escrupulosamente la peculiar rutina de un hombre solo y, a partir de esa unidad, reflejar con transparencia algo del mundo, aquello intrínsecamente humano que hay en todos los hombres.

El número uno como cifra del mundo, el personaje único como primer motor y también como causa final reaparecen en Los muertos (2004). Pero a diferencia de La libertad, que se resistía a la idea de “narración”, aquí hay un viaje, una búsqueda, embriones de un relato. Después de muchos años de cárcel, Argentino Vargas deja la prisión y decide reencontrar a su hija, ya adulta, a quien supone viviendo en la selva más inaccesible de Corrientes. Como Misael, Argentino casi no habla, sólo actúa. El film no informa casi nada de su pasado, aunque habrá algunas pocas pistas: la secuencia inicial, que tiene –como aquel sueño de Misael— un carácter onírico, sangriento; un encuentro ocasional con un viejo amigo, por el cual se sabrá, a través de medias palabras, que Argentino mató a sus hermanos, cuando eran niños… Lo que sigue es el viaje de Argentino, solo, en canoa, vadeando los esteros de la Mesopotamia, hasta llegar a su destino. Y lo que parecía una línea recta, una trayectoria firme y constante se revela –quizás, ambiguamente– como un círculo cerrado, un destino inapelable, un pesadilla circular, a la manera de los relatos de Borges.

Y, sin embargo, ese final no podría ser más abierto, librado a todas las interpretaciones, devolviéndole al espectador una responsabilidad aterradora.  Ese largo, sostenido plano secuencia terminal de Los muertos, que deja incluso el cuadro casi vacío, confiado únicamente a la expresividad del sonido, es uno de los más inquietantes y perturbadores del cine actual. La noción de misterio, en el sentido existencial del término, adquiere en el film de Alonso una dimensión abstracta, universal. Que su cine alcance este nivel de abstracción al mismo tiempo que es capaz de dar cuenta de la realidad de manera tal que la tierra y el agua parecen materias palpables es aquello que marca el talento y la singularidad de Lisandro Alonso.

Luicano Monteagudo

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