27ª Edición
1999
“1900. Los hijos de los inválidos se hacen cortar la barba”, escribía Peret en 1928.
Luis Buñuel, ferviente lector del poeta francés, había nacido en aquel año y, como buen hijo del siglo, ya había puesto sus barbas a remojo por lo que decidió dedicar su navaja de afeitar a un menester más útil: con un tajo decidido, con la misma inexorabilidad que una nube desflecada corta la luna, dio un profundo corte a la órbita de un ojo y abrió un abismo por el que se precipitó hacia el corazón de las tinieblas, como antes lo habían hecho Darwin, Freud, Lautréamont o Sade. Como ellos, Buñuel penetró hasta el centro del laberinto y examinó los fantasmas que en él habitan, fantasmas que surgen de la lucha entre las maravillas del mundo y su lado más oscuro, fantasmas semejantes al de la libertad. En cierto modo, Buñuel había seguido el consejo de Friedrich: “Cierra tu ojo físico a fin de ver con el ojo del espíritu”.
En ese laberinto, desde el mismo momento en que rodó su primer plano, Buñuel desarrolló su cine, y para desentrañarlos – el laberinto y su cine – es necesario atravesar todas y cada una de las grandes tormentas – sociales, culturales y políticas – de nuestro siglo. Porque Buñuel acampó bajo todas ellas siguiendo una biografía definida por el exilio y la movilidad permanente, lo que le permitió asimilar en su obra las matrices culturales de los distintos momentos y lugares en que vivió y trabajó: la tradición negra de la cultura española, Ramón y el Madrid ultraísta, la euforia y vitalidad de la Residencia de Estudiantes, la revelación del surrealismo francés, los gérmenes indigenistas y populares de la cultura mexicana… sintetizadas todas bajo el prisma del cine como arte que atraviesa de punta a punta el siglo XX.
Para desentrañarlos – el laberinto y su cine -, hemos elegido como forma de explicarnos una exposición, en cuya selección de obras subyace el deseo de ampliar el universo de imágenes de Luis Buñuel con aquellas otras creadas por diferentes artistas con quienes mantuvo especial relación a lo largo de su vida; una exposición planteada como un recorrido sensible, guiado por intuiciones, rebeliones y entusiasmos que traza, al mismo tiempo, el camino que siguió un cineasta sin fronteras y la crónica cultural de este siglo que ya se despide, de la mano de quienes, de una manera u otra, le acompañaron en diferentes momentos como Dalí, Lorca, Barradas, Giménez Caballero, José Caballero, Maruja Mallo, Ramón Acín, Alfonso Buñuel, Picabia, Max Ernst, Man Ray, Masson, Miró, Óscar Domínguez, Moreno Villa, Remedios Varo, Renau, Esteban Francés, Gironella, Cuevas, Posada, Álvarez Bravo, Antonio Saura, Alberto Greco o Eduardo Arroyo. Una exposición que propone otra forma de mirar la obra de un cineasta que, con ocho años, abrió por primera vez sus ojos a la luz proyectada sobre la pantalla del zaragozano cine Farrusini para fijarse, de entre los múltiples fantasmas que le poblaban, en uno al que permanecería fiel toda su vida: el de la libertad.
Juan J. Vázquez