26ª Edición
1998
Al finalizar la década de los cincuenta, el glamour que Hollywood había estado irradiando al mundo durante medio siglo se hallaba en su fase terminal. No es sólo que imperara otro precepto de la belleza física, más condescendiente, o que la capacidad y variedad del hechizo (aunque ya también estaban muriendo algunos géneros: el musical, el western, el cine cómico, el de terror) hubiese mermado sensiblemente; no es solamente que las nuevas estrellas de los grandes estudios mostraban menos poder de seducción personal: simplemente, la luz que había acariciado los rostros en la pantalla, desde el origen del cine mudo hasta entonces, una luz a menudo cenital y que provenía del mito y la leyenda, una luz que decididamente no era de este mundo, se había desvanecido.
Unos años antes, Roma città aperta (1945), de Roberto Rossellini, inaugura el cine moderno y enamora a Ingrid Bergman, una de las figuras más luminosas del Star System impuesto por Hollywood, donde todavía florece el glamour y la cegadora luz de los sueños. Conviene no dejarse llevar por las coincidencias significativas, pero siempre he pensado que la sonora fuga de la fulgurante estrella, que tanto brilló en Casablanca (1942), para unirse al genial director de Roma città aperta, marcó un declive simbólico de la caricia de los focos sobre el rostro de las estrellas, un cambio de sensibilidad en la percepción de la luz. Por eso hoy estas 53 estrellas constituyen un firmamento irrepetible en la mitología cinematográfica. Algunos rostros, aquellos que más amó la cámara y mejor modeló la luz, ya son leyenda. Conservan un brillo y un fulgor, un aura casi irreal cuya única finalidad es la seducción incondicional e inmediata. El comportamiento de estas miradas intensas, de estos perfiles perfectos, de estas ondulantes cabelleras doradas y cuerpos insinuantes tenía más que ver con los sueños que con la realidad. El platino y la seda de jean Harlow, la enigmática Louise Brooks, la impulsiva Joan Crawford, las bellísimas Hedy Lamarr y maría Montez, la divina Greta Garbo, la inimitable Veronica Lake, la emplumada Gloria Swanson, la pizpireta Clara Bow, la fascinante Rita Hayworth, la sorprendentemente atractiva Ann Sheridan y la hermosa Ava Gardner intercambian destellos con el elegante seductor maduro Charles Boyer o con el guapo Tyrone Power, con Clark Gable y con gary Cooper o Cary Grant, Alan Ladd, Robert Mitchum, James Stewart, Humphrey Bogart, John Wayne, etc. Son estrellas de una galaxia especial, una nebulosa errante. Cada día que pasa la técnica cinematográfica alcanza cotas más altas de calidad y precisión, con efectos cada vez más especiales y más espectaculares (aunque ningún efecto, por muy especial que sea, superará el juego de cejas de Cary Grant, irónizo alguien) y con más escrupuloso realismo, pero si nos atenemos al talento narrativo de los grandes maestros y al ingenio y belleza física de unos intérpretes en estado de gracia permanente, uno constata, viendo estas fotografías promocionales en blanco y negro, y no sin cierta nostalgia , que la época de máximo esplendor ya pasó. Estos rostros se nos ofrecen bajo la delicada luz de unos focos que se apagaron hace años, pero ellos siguen reflejando el aura de los sueños. Son fantasmas queridos en el limbo del celuloide. Ya no proyectan sombra en la tierra, pero absorben la luz. Ya sólo son máscaras, pero están animadas.
Juan Marsé