26ª Edición

1998

Una señora gorda con evidente pinta de ama de casa gritó enardecida: "Muchas gracias por haber venido", y comenzó a aplaudirles. La pareja, la hija del rey y el deportista Urdangarín, cuya boda había sido organizada para la televisión por Pilar Miró, la miraron tímidamente desconcertados. Aquella mujer del pueblo – y no es demagogia: su aspecto era el de pertenecer al pueblo cercano al cementerio donde entregábamos al fuego el cuerpo de Pilar -, se sentía protagonista de aquel entierro. Pilar Miró era de ella, de su familia…

Curiosa hipótesis: años atrás quizá esa misma mujer fue partidaria de que a Pilar se la lapidara públicamente durante aquella macabra historia política de sus vestidos de directora de la televisión pública. Aquellos años en que los transeúntes la insultaban por las calles y en que cientos de amigos la saludaban con sospechoso sigilo, fueron muy duros para aquella Pilar, pequeña y frágil. Pero no había sido su primer revés ni su primera humillación. Cuando había dado la cara por defender su película sobre el llamado crimen de Cuenca, la situación de peligro la estuvo persiguiendo, y el rechazo de los bienpensantes se hizo con frecuencia tan palpable como aquellos violentos pateos e insultos con que a priori la recibían cuando saludaba desde un escenario.

En cualquier caso, siempre se sintió malquerida. No por su estrecho círculo de amigos, que además era variopinto e inmenso y en el que se la quería de veras, sino, quizás por decirlo de algún modo, por la condición humana. No creía recibir de "lo público" más que exigencias y acoso. Se sentía incomprendida por productores, temida por empresarios, maltratada por los políticos incluso afines… Y la razón de ese malestar no provenía más que de su afán por la perfección, por huir de la chapuza a la que con tanta facilidad nos acercamos con demasiada frecuencia. Su famoso mal genio no era sino una coraza de la que defenderse de la mediocridad y vencerla desde su débil condición de mujer solitaria.

Por eso, fue tan sorprendente aquel grito amigo de la mujer del cementerio. De pronto, sin que seguramente Pilar lo hubiera imaginado jamás, era querida por alguien que no la había conocido, que jamás probablemente había visto sus películas o seguido su tan variada vida profesional. Una espontánea en aquel tristísimo entierro que seguramente estaba pidiendo más cariño para aquella Pilar que había forjado su vida enfrentándose a todo aquello que no le pareciera justo o digno. Quizás fuera una forma de disculparse por errores anteriores cometidos contra la misma Pilar. pensé que quizás aquella mujer que agradecía a los infantes su presencia como si ella misma fuera la huérfana, se había abrazado a Pilar Miró en su desvalimiento y en su coraje, en su vida de mujer que quiso que su presencia y su opinión mejoraran en algo el mundo, y a la que no le importó enfrentarse a quien fuera y, además, sin perder la libertad.

Y que si esa muestra de cariño se hubiera podido manifestar antes, en los momentos, ¡tantos!, en que Pilar se había sentido deshauciada en afectos o en respeto, quizá hubiese contribuído a hacer un poco más feliz a la amiga que estábamos despidiendo para siempre. Y que ya era tarde.

Ahora me gustaría pensar que, de alguna forma, aquel "Gracias por haber venido" llegó a algún lugar misterioso en el que pudiera cumplir su misión reivindicativa.

Diego Galán

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