31ª Edición

2003

Hace un año decidí radicarme en Argentina después de 26 años de exilio en Francia. Una mañana me llamó mi amigo Fernando Martín Peña para contarme que había programado una copia vieja de Operación Masacre –en un estado lamentable, pero copia al fin– un día de semana, en un cine del centro, en un horario laboral y sin difusión alguna más que la publicación habitual de su programación. Esa tarde, para nuestro desconcierto, mucha gente terminó quedándose en la vereda porque se agotaron las entradas…

La idea cayó por su propio peso: “¿Por qué no programamos las otras películas de Jorge Cedrón y, con el mismo dinero de la recaudación, pagamos copias nuevas?”. Este episodio es una metáfora en sí de lo que fue la historia de las películas de Jorge Cedrón, que siempre se han visto –cuando se pudieron ver– en circunstancias difíciles y marginales, y fue el último disparador del proyecto, arrastrado desde hace años, de rehabilitar su cine. Este consistía en recuperar todas las copias, traerlas a Argentina (porque andaban desparramadas por el mundo, y esto no es una metáfora), reacondicionarlas, a veces restaurarlas, sacar copias nuevas en lo posible, y armar por fin una retrospectiva para que se pudieran ver en condiciones dignas. No pretendía nada más. No pretendía nada menos.

En la década del 60, Jorge Cedrón comienza a hacer cine y elige, adrede, formas y estructuras independientes. No para dirigirse solamente a ciertos círculos de entendidos, sino precisamente con el objetivo de sortear las barreras impuestas por los mecanismos propios del sistema que él mismo había padecido. Evidentemente, no le daba la misma importancia a la venta de sus películas como al hecho de poder hacerlas. Las formas de producción –tanto como las de difusión– que buscó para cada una de ellas fueron sistemáticamente reinventadas en función del tipo de proyecto planteado y adaptadas a los imperativos del contexto en el que se hacían. Estas aparentes contradicciones hacen a la esencia misma, no sólo de las películas, sino a la de su propio autor.

Mientras la crítica otorgaba el premio de la mejor película del año a su ópera prima El habilitado, el film era bajado de cartelera al cabo de la primera semana por los monopolios distribuidores. Cuando entre sus contemporáneos los intelectuales le reprochaban un cine «mal hecho», el público popular intervenía arengando a favor de los personajes y de la trama durante masivas proyecciones organizadas en villas, sindicatos o iglesias. Cuando conseguía los fondos del Banco Ciudad y del Instituto Sanmartiniano para filmar un documental sobre la figura de San Martín, escribía el guión con cuadros de la izquierda peronista.

El vínculo con el Ejército, además de atraer al general Lanusse para el estreno de Por los senderos del Libertador, le permitió conseguir las armas y los trajes de Operación Masacre, que se filmaba en la clandestinidad, con una estructura de cooperativa y un libreto de Rodolfo Walsh. Cuando Julio Troxler actuaba su propio papel, Carella y Laplace daban la cara ante la policía para sostener la coartada de estar realizando films publicitarios.
Mientras filmaba Resistir –esta vez, por encargo de Montoneros– los militares, bajo el gobierno de facto, se ocupaban cada 17 de agosto de difundir Por los senderos del Libertador por la televisión estatal.

En 1980 su muerte violenta, en circunstancias nunca esclarecidas, sella hasta el día de hoy la difusión de su trabajo.

Su presencia marcó a quienes lo conocieron directa o indirectamente, como un perfume que nunca termina de desvanecerse, y sembró el deseo de ver su filmografía, oculta y trunca a pesar suyo.

Llegó el momento de levantar el «embargo» que pesaba sobre este cine, para que la gente lo vea, si quiere, y lo valore con sus criterios. Si queda en los anales de la historia o pasa al olvido, ya le compete al público. Que sea él, para quien fueron hechas estas películas, quien las aprecie, ahora que tiene acceso a ellas. Hasta aquí llegó mi responsabilidad ante ellas y ante mi padre, cuyas palabras, garabateadas en una agenda del exilio, fueron esencia, estigma y motor a la vez, del largo camino que me trajo de la vereda de enfrente hasta acá: «Para que sobreviva la esperanza. Esta esperanza que crece y crece, y no me deja descansar».

Lucía Cedrón

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