33ª Edición
2005
En el año en que se cumple el 60 aniversario del final de la II Guerra Mundial, y de la “liberación” de los campos nazis, programar este ciclo tiene un doble significado. Por una parte, recordar algunos ejemplos de cine nazi, entendido como algo que nunca debe repetirse. Por otra, situar en primer plano otras propuestas, documentales o de ficción, que nos aporten justamente una mirada alternativa, la de la crítica y la solidaridad.
Entre 1780 y 1790, a 80 kilómetros de Praga, se edificó la fortificación de Terezin, siglos mas tarde rebautizada por los nazis como Theresienstadt. Desde su fundación en 1941, el jerarca nazi Adolf Eichmann otorgó a este campo el dudoso privilegio de ser un “ghetto para enseñar” o “ghetto Potemkin”, llamado así en recuerdo de las falsas ciudades que el Príncipe Potemkin edificó para el engaño de Catalina II de Rusia, en su viaje a Ucrania. Allí iban destinadas algunas personalidades judías (artistas, intelectuales, políticos, líderes de asociaciones…), así como muchos transportados de paso, hacia los campos de exterminio de Polonia. Por ello no es de extrañar que en la visita del 23 de Junio de 1944 Maurice Rossel, del Comité Internacional de la Cruz Roja, fuera cuidadosamente preparada, llegándose a construir tiendas, cafeterías y otros edificios públicos. Años más tarde, el mismo Rossel reconocería, hipócritamente, que a su paso los prisioneros se mostraban silenciosos y preocupados.
En 1942, la SS encargó a una prisionera con conocimientos de cine, Irena Dodalova, partiendo de un guión propio, la filmación de una serie de escenas sobre la vida cotidiana en Theresienstadt. A cargo de las cámaras se encontraba el servicio de seguridad nazi, mientras que al menos una docena de prisioneros judíos fueron obligados a colaborar. La película, conocida en los archivos como Theresiestadt 1942, nunca fue encontrada, y de su metraje tan sólo se conservan cerca de 9 minutos, descubiertos en Varsovia en 1994. Al terminar la guerra, Dodalova emigró a Buenos Aires, donde murió en 1989.
Ante el “éxito de la representación” frente a la Cruz Roja, un segundo documental, de enfoque semejante, se le encomendó al famoso actor y cineasta Kurt Gerron, y se tituló Der Führer schenkt den Juden eine Stadt [El Führer regala a los judíos una ciudad] (1944). Con la esperanza de salvar sus vidas, centenares de prisioneros fingieron que la vida en Theresienstadt era tan relajada como en un balneario, aunque su gesto sombrío ante las cámaras no pudo traicionarles. De la hora y media que duraba la versión original, ha llegado hasta nosotros un total de 25 minutos de metraje, aparecido en distintos años en Checoslovaquia e Israel. Como solía ocurrir, tras la farsa, los prisioneros que la interpretaban, así como el mismo Gerron, fueron enviados a las cámaras de gas. Pero no fueron los únicos: el siniestro saldo de Theresienstadt fue de 140.000 deportados, 33.430 muertos en el campo, y 87.000 enviados a campos de exterminio, de los cuales sólo sobrevivieron 3.500.
El documental de Iliona Ziok El Carrusel de Kurt Gerron (Kurt Gerrons Karrusell, 1999) reconstruye el itinerario de este personaje hasta su llegada al campo, así como las condiciones en las que filmó su película. Su título alude al nombre del cabaret que se le permitió dirigir en Theresienstadt, Das Karrusell. Por su parte, Memoria del agua (1992), segundo largometraje del argentino Héctor Fáver, constituye una de las pocas aportaciones del cine español al tema del exterminio judío. Partiendo de un hecho histórico, la profanación del cementerio judío de Carpentras en 1990, el recuerdo del exterminio se articula como un relato que entrelaza documental y ficción, narración e imagen, en el que por encima de las épocas, los supervivientes dialogan con los condenados, en un tono no por poético menos crudo e intenso.
Javier Gurpegui Vidal