34ª Edición

2006

Decir 1906 es hablar de hace cien años, bastantes más de los que decía el tango, que en el fondo no es nada; total, una constatación de la inmutabilidad persistente de nuestra memoria, mientras así nos lo impone el tiempo, es del que pretendemos hablar en relación con el cine y algunos de sus creadores, porque ya sabemos que el tiempo es la materia del cine que se conjuga en el espacio.

Y así tenemos a Otto Preminger, que en 1932 hace su primera película, nunca estrenada en España comercialmente, ni vista en televisión, Die Grosse Liebe, un asomo a la dirección que tan buenos resultados le daría con el tiempo, el que le vio nacer en 1906, como a los que siguen.

También europeo es Billy Wilder, que realiza en 1945, ya asentado en Hollywood, Días sin huella, por el que le dieron un Óscar, y primera incursión seria en el mundo del alcoholismo, con un estupendo Ray Milland. Hoy nos parece que tiene la misma fuerza que entonces.

De linaje cinematográfico viene John Huston, que consigue el Óscar en 1947 por El tesoro de Sierra Madre, suerte de hijo bastardo de Avaricia, aquel inmenso film de Erich von Stroheim, y donde dirige a su padre y nos educa sobre las ambiciones humanas.

De un año más tarde, 1948, es El ídolo caído, del británico Carol Reed, buena recreación de la novela de Graham Greene, y una certera inflexión en la dirección de actores y tomas de conciencia.

Claro que mayor resonancia tiene Alemania año cero, producida también en 1948, y donde el sabio Roberto Rossellini, nos muestra los desastres de la guerra en las infancias truncadas por el suicidio, que es una llamada de atención a las conciencias pusilánimes.

Dos años después, 1950, encontramos Winchester 73, encarnación cuasi truculenta, del Oeste americano, de sus luchas y sus carencias, que debemos al impecable Anthony Mann, uno de los que más profundizó, para bien, en el mundo del lejano oeste.

Y volvemos a Europa, en 1952, donde el paradigmático Jacques Becker nos brinda una impagable descripción, por activa y por pasiva, del mundo que soñamos como nuestro en París bajos fondos, clarividente y emocionante.

Terminamos en 1957, de la mano de uno de los grandes, de uno de esos mitos que la dirección cinematográfica nos ha dejado, Luchino Visconti, y sus Noches blancas, inspiradas en Dostoyevski, cuajadas de nostalgias, sensibilidad y evanescencia.

Este breve repaso no sería posible si nuestros directores no hubieran nacido todos hace cien años que, como decíamos al principio, no es nada. Este es el misterio del tiempo y del cine.

Carlos Losada

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