Miguel Paz Cabanas

33ª Edición

2005

Había muerto innumerables veces, tocando el piano en salones infectos, a bordo de lanchas que surcaban ríos cenagosos, acribillado en emboscadas que le tendían Frank o Jessie James. Siempre lo hacía lánguido, antes de desenfundar, con un rictus de acritud en la comisura de sus labios. Era un virtuoso de la muerte, de los desenlaces furtivos, pasando de puntillas por escenas sanguinarias. A veces, un diestro espadachín le rebanaba la nuez; otras, un hatajo de fusileros le pasaban por las armas; hubo también vampiros, y orcas asesinas, y marcianos disparando rayos color limón. Ocasionalmente, si el guionista deliraba, moría sacrificado sobre un volcán de cartón piedra.

Nunca, ni una sola vez, rozó con sus manos los hombros de Lauren Bacall. Era el secuaz, el hampón de baja estofa, el soplón ansioso al que humillaba el detective. Los sombreros de fieltro gris le tapaban la mirada; las capas de Fantomas le rozaban los talones; y en las pelis de piratas, y los westerns, lucía cicatrices que le recorrían el mentón.

No es de extrañar, pues, que nadie viniese a su entierro. Nadie con glamour, con swing, con afán de notoriedad. Caían paladas de tierra seca sobre su ataúd de pino blanco. También, alguna vez, hizo de sepulturero. O de mancebo giboso, a las órdenes de un científico alemán. Empujó fiambres por húmedos pasadizos, antes de ser degollado con un tenedor. Del dedo gordo del pie le colgaron etiquetas a la fría luz de la morgue. Rodó por abismos, se balanceó sobre cadalsos, le clavaron bayonetas en las trincheras de Verdún. En un momento de gloria, aturdido por la pólvora, blandió una bandera ensangrentada en Little Big Horn.

Por eso, hoy no se ven testigos famosos en su lívido cortejo. La viuda, que se asoma a la tumba, mastica chicle con indolencia. Ella ignora la causa de su brusco y aciago final: un frenazo intempestivo, que removió una bala, alojada en su columna como un gusano de acero. La bala que le disparó un extra, accidentalmente, hace justo treinta años. Acudía a rodar infatigable otra película de serie B. Desplomado sobre el volante, oprimiendo el claxon con su pecho partido, pensó, por una fracción de segundo, que era John Garfield acosado por la Ley.

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