Pedro Mari Santos

31ª Edición

2003

Soy un tipo detallista. Me fijo en aspectos insignificantes de la gente; si tienen cera en los oídos o si llevan pañuelos de papel en los bolsillos. Soy un tipo detallista y lo he sido siempre. Y no hace mucho que descubrí que en la vida real se producen continuos saltos de raccord.

La mayoría de la gente apenas se da cuenta. Ayer mismo, me crucé en un paso de cebra con una mujer. Sigo mi camino y poco después me vuelvo a cruzar con la misma mujer pero vestida diferente y con un ridículo sombrero. ¿Su hermana gemela? No lo creo. A mí no me engañan.

El famoso déjà vu no es más que un fallo de raccord. Pasa a todas horas y en todas partes. Casi siempre de forma sutil. Es incontrolable.

El mes pasado me encontré con mi tío. Murió hace siete años. Le pillé paseando como si tal cosa por la Gran Vía. Me vio y se paró en seco. Luego disimuló y continuó andando. Yo también disimulé para no incomodarle. Soy una persona tímida y además nunca tuve mucha confianza con mi tío. Me fijé en que llevaba los mismos calcetines que el día que lo enterraron. Unos calcetines marrones con dibujitos de cisnes y de esos bichos de cuello largo que esconden la cabeza en la tierra.

¿Por qué ocurre esto? No tengo ni idea.

La psiquiatra sigue fumando y me deja libertad de movimiento. Me acerco a la ventana y me pregunta que cuándo comencé a ser consciente del fenómeno.

Justo después de rodar mi primer corto aparecieron los primeros síntomas. Al principio no le di importancia. Lo achaqué a las paranoias del cine, el estrés. Un cacao mental transitorio que me impedía disociar la realidad de la ficción. Soy un tipo con capacidad de autoanálisis y puedo darme cuenta de cuándo tengo un problema.

Con mi segundo corto, sin embargo, las cosas se volvieron insoportables.

Recuerdo al presidente de aquel festival que me negó el premio del público después de que la multitud lo pidiera a gritos. Sin duda mi corto era el mejor, o al menos el más popular. El presidente me daba explicaciones mientras yo me fijaba en el diente de oro que llevaba en la parte superior izquierda de su boca. De repente, apareció su secretaria y le dijo una cosa al oído. Se disculpó y salió de la oficina. Un minuto después, tan solo un minuto, volvió a entrar, pero ahora con el diente de oro en la parte derecha. No le solté un puñetazo en los morros de puro milagro.

La psiquiatra sonríe y yo me echo a reír cínicamente. No me gusta su juego. Me pregunta que de qué me río. Será falsa la tía. Cuando uno fuma se supone que el cigarro se consume. Pues no, con ella no. La muy imbécil tiene el cigarrillo prácticamente entero.

Los fallos de raccord están por todas partes y no puedo con todos. Me superan. No lo soporto más.

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