Juana Cortés Amunárriz

38ª Edición

2010

Silencio absoluto. Su rostro se acerca a mí, mueve la boca con esa precisión enfermiza de los sueños. Aprecio el brillo en sus pupilas, las pestañas húmedas. Soy consciente de que mi cuerpo ya no es mi cuerpo. He recibido un fuerte golpe en la cabeza, pero no siento dolor. He dejado de percibir el sonido del mundo y, sordo, todo llega a mí a través de los ojos. No puedo mover la cabeza, ni los miembros. Ahora sólo tengo mi mirada. Y ruedo, estoy rodando una película muda.

Primer plano; Sylvia gritando. Su llanto es distinto al de las películas. También su expresión de horror. Ésta es real y, sin embargo, la que yo supe obtener de ella era más dramática. La ficción supera en ocasiones a la realidad. Si Sylvia ha llegado a ser una buena actriz ha sido porque yo la he enseñado. Leo sus labios. Me insulta. Me has roto el corazón, dice. Me has arruinado la vida, dice. Sylvia, Sylvia. Toda actriz necesita un buen guión. ¡Qué patéticas resultan esas palabras tan manoseadas! A fin de cuentas yo le he roto la vida, pero ella me ha roto la cabeza. No sé con qué me ha golpeado; espero que haya sido con alguno de mis trofeos.

Mi esposa, a pesar de haber actuado impulsivamente, ha realizado un acto bastante digno. Sylvia me ha atacado al descubrir que yo tenía una nueva amante. Me siento viejo, enfermo. No he tenido fuerzas para ocultarlo, ni para confesárselo. Temía, con razón, una escena. Estoy tan cansado… La vida se escapaba ya de mí antes del golpe. Aunque nadie lo supiera, el cáncer había ganado la partida. Y, ¿cómo no sucumbir a la última oportunidad de disfrutar de un cuerpo deseable? Sigo leyendo en los labios de Sylvia. Yo te quería Horacio, dice antes de desaparecer de mi vista. Un trozo de techo desnudo sustituye a su rostro, a su boca rosada. Me temo que Sylvia esté llamando a una ambulancia. No servirá de nada, Sylvia. Así está bien.

Sigo rodando mi película muda, en la que una joven actriz asesina a su marido, un afamado director, por celos. Sylvia ha vuelto a mi lado. Veo cómo sostiene una de mis manos. Primer plano de sus labios sobre la piel arrugada, sobre las venas hinchadas. Ahora sí, el gesto resulta sincero, creíble, emotivo. Una lágrima aterriza sobre la carne. Una lágrima inmensa, como un lago, como un océano. Es un buen final, que se ganará el aplauso del público. El aplauso que estremecerá los cines del país, y yo podré descansar tranquilo. Mi vista se nubla; pierdo visión. Anticipo ya el fundido en negro y las letras cursivas en blanco. The end. Los títulos de crédito anunciarán el final de mi última película, el inicio de mi viaje definitivo. 

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