Paula Álvarez Carnero

37ª Edición

2009

Cuando lo descubrieron, llevaba cerca de tres años viviendo en la Sala 2 del cine Cooper. Hasta ese día, nadie había detectado la presencia de Ramón, ni siquiera Marisa, la encargada de la limpieza, que era la que más horas pasaba en aquel viejo local, recogiendo vasos, barriendo palomitas y despegando lágrimas olvidadas. Tampoco Rodrigo, el acomodador, se percató de que en su cine alguien había establecido su hogar. Él era el encargado de cerrar las puertas cada noche y siempre revisaba meticulosamente las salas, la tienda, el cuarto de baño…y lo más que había encontrado era algún jubilado roncando en la butaca de atrás o una pareja buscando un zapato amarillo desaparecido en una escena de pasión. Pero, nunca, ningún empleado sospechó que en el cine Cooper viviera escondido Ramón, un hombre de unos sesenta años de edad, con cara de bueno y manos de malo, nacido un uno de febrero como Clark Gable y cinéfilo empedernido gracias a su madre, que cada tarde conseguía un par de entradas a cambio de chantajear al taquillero con galletas recién hechas, bufandas multicolores de ganchillo o tabaco.

Y fue justamente al morir su madre, cuando Ramón decidió mudarse a la Sala 2. Él no sabía hacer dulces, ni tejer y tampoco creía que el nuevo taquillero aceptara esa clase de sobornos, así que el único recurso que le quedó fue colarse. Una vez dentro del cine Cooper, decidió que ése no era un mal lugar para vivir. Es verdad que no había ventanas, pero al fin y al cabo su apartamento era interior y detrás de cada persiana había un muro, eso sí pintado de azul. Pero los muros siempre son eso, muros, ya estén coloreados, disimulados con cortinas o habitados por hierbecillas. Por lo menos en su nuevo hogar se sentiría mucho más acompañado y al vivir en la Sala 2, dedicada al cine clásico, podría tener amigos en blanco y negro, cosa de lo que no muchos podían presumir. También podría dormirse escuchando la música maravillosa de Zbigniew Preisner y tocar los labios gigantes de su Katherine Hepburn. A Ramón siempre le gustaron las mujeres con carácter, por eso, cuando veía a Marisa, arrancando chicles de menta del suelo entre gruñidos o exigiendo a su jefe un uniforme más colorido, el corazón le latía más fuerte. Había pasado meses observándola desde el gallinero, vigilándola como a una pálida espía rusa. Sabía muchas cosas de ella: que cantaba bien las canciones tristes, que le gustaban los perfumes afrutados y, a juzgar por cómo tenía el cuarto de limpieza, que era extremadamente ordenada. El día que decidió declararle su amor, dejó sobre una butaca una nota en la que la citaba detrás del telón roído y rojo. Allí fue donde detuvieron a Ramón, que llevaba cerca de tres años viviendo en la Sala 2 del cine Cooper. Cuando pasó frente a Marisa, la encargada de la limpieza, que recogía vasos, barría palomitas y despegaba lágrimas olvidadas, recordó una frase de una películas que proyectaron en la Sala 3: “Los finales felices son historias sin acabar”.

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