Rosa Ribas

34ª Edición

2006

Lo siento, les he puesto el piso perdido. ¿Me podrían pasar una toalla o, mejor, un albornoz?

Permítanme que me presente, aunque no les voy a dar mi nombre. ¿Para qué? No les dirá nada. Y por eso estoy aquí. Soy la tercera chica a la izquierda de Esther Williams en una de las escenas del ballet acuático en Escuela de Sirenas.

Estoy aquí representando a los miles de comparsas que llenamos la pantalla. Me han elegido portavoz porque mi padre era pastor baptista, pero eso no viene al caso.

Estoy aquí en representación de todos los comparsas que nos quedamos en el camino. Represento a la bailarina a quien Fred Astaire concede dos pasos, la chica a quien King Kong arroja del rascacielos, el soldado que llega con una carta del frente. Represento al chico que aparece dos segundos y quizás, afortunado, pronunció una línea de texto y arrastró a toda su familia y amigos al cine para que lo vieran. Represento a los que quedarán para siempre como cadáveres en la pantalla, víctimas de Drácula, un ladrón de bancos o un asesino en serie. Al centenar de oficinistas berlineses a los que Cagney grita que se sienten. A decenas de talentos histriónicos que han sido devorados por los leones en los circos romanos. A los pistoleros, malos o amigos del chico, da igual, de las películas de cinemascope a los que la pantalla cuadrada de la tele les roba incluso la presencia. A los huerfanitos de Oliver Twist y a los soldados del imperio a las órdenes de Darte Vader, a los periodistas de Citizen Kane.

Me han enviado para que les pida algo muy simple. Mírennos. Mírenme. Aparten los ojos de la diva que sonríe medio asfixiada por la pinza en la nariz. Miren a la derecha, a la izquierda. Mírennos pataleando en el agua formando un círculo con los brazos entrecruzados, con la vista fija en la cámara esperando que nos vea, que lo haga de verdad, sonriendo a pesar de los calambres.

Ya sé que no estamos ahí para que nos vean, pero piensen que, aunque algunos lo nieguen, todos soñamos alguna vez con ocupar el centro de la pantalla, todos creímos en secreto en el idilio imposible con la cámara que nos sacaría de la nada del anonimato o de la casi nada de los títulos de crédito a dos columnas que desfilan ante los ojos de esos seres extravagantes que no abandonan la butaca hasta que sale la fecha de la película.

Mírennos. Estamos ahí. Soñando con ese protagonismo que se nos escapó. Porque nadie nace como comparsa.

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