Julio Irles Jiménez
32ª Edición
2004
Perdidos en una trompeta que suena como ruido de lluvia traqueteando los cristales. Seis paredes: cuatro muros, techo y suelo. Una pequeña lámpara con el foco fundido: es para que no alumbre, para preservar lo más íntimo de las costuras de tu blusa arrojada sobre una silla medio coja de sus patas. No es bueno hacer el amor en los hoteles cuando falta la música. No, no es bueno para Florence ni Julián hacer el amor sin Miles Davis. Será que Malle apreciaba los tríos. Será el sereno que pasa a las cuatro de la madrugada para anunciar que la calle está en calma, que la cama está en calma.
El sereno se equivoca.
La cama semeja un diminuto infierno mal atado bajo los ojos de Florence: dos eriales negros inmensamente abiertos bajo su pulcra cabellera. En las películas de antes, a las actrices nunca se les movía un pelo de la ropa, ni de la cabeza, por más que se ensañaran al hacer el amor.
Solo que, aunque sea Davis y suene estremecida la trompeta, tú no te llamas Florence y acabas toda despeinada. El cuarto sí se parece: aséptico y oscuro, porque los amantes como nosotros no requieren de luz que enturbie los abrazos, requieren de relojes que corran muy despacio para alargar las horas alquiladas y requieren de un televisor para entretener la tregua que concede la carne insatisfecha después de la batalla.
Simón Carala está muriendo mientras Florence pasea sur les Champs Hélices, mientras nosotros acomodamos las almohadas para ver, sin tocarnos, la secuencia final de Ascenseur pour I’échafaude. Y, con nosotros, una cucaracha que corre por los visillos ahulados, idénticos en tono a la colcha que nos cubre la piel aún sudorosa de saliva. Será, seguramente, que como Louis Malle, apreciamos los tríos; o que son, las cucarachas, una especie voyerista.
Algunas noches debería prohibirse a los amantes ejercer su oficio para evitar que le nazcan al mundo besos tristes y algo arrugados en las comisuras. En esas noches, los recepcionistas de hotel alquilan televisores en los cuartos y ofrecen bocadillos de atún a precio módico para evita suicidios desamorados y crímenes pasionales.
Para esas noches es que llevo siempre a Davis en el bolsillo de mi sucia gabardina, para que te duermas en la segunda pista, pegadita a la orilla, enrebujada entre las sábanas percudidas por las huellas de quienes nos precedieron en el turno anterior.
Para estas noches tristes es que existen en los hoteles ascensores y el cine que nos lleva derechos al cadalso.