Premio CIUDAD DE HUESCA

35ª Edición

2007

Marc Recha es un realizador fuera de norma, uno de los más insólitos del cine español. Su mirada personal e inconfundible se fue haciendo plano a plano, devorando las películas de cineastas como Marguerite Duras, Marcel Hanoun, Chris Marker, Robert Bresson, Jean Eustache o Jean Luc Godard o con la lectura de obras como Praxis del cine, de Noël Burch. No es, por tanto, extraño que su cine cuente desde el primer momento con el apoyo de la crítica francesa y sus películas sean estrenadas, una tras otra, en Francia. Intentó estudiar cine, pero aquello le pareció “como aterrizar en otro planeta. No entendía nada”. Su verdadera escuela sería la propia cámara y en 1984 (con sólo 14 años) comienza a realizar sus cortos en súper-8. Su primer largometraje,  El cielo sube (1991), supuso una conmoción, todo lo minoritaria que se quiera, dentro del cine español. En esa película ya están presentes su habitual cuestionamiento del tiempo, que en su cine toma formas sinuosas, llenas de pliegues y recovecos; su desbordamiento del estrecho espacio de la pantalla, por medio de su particular uso del espacio en off; su magistral manera de comunicarse con la naturaleza, de la que consigue captar el más mínimo pálpito; su utilización de la banda sonora, que sabe como nadie llenar de silencios, pero también de ruidos (particularmente del sonido de la naturaleza), como hiciera Jean Renoir, otro de sus maestros.

Libertario sin pose, ecologista por experiencia personal, su cine está poblado por personajes que dudan y que buscan, pero que nunca pontifican. Personajes que huyen de la ciudad y buscan respuestas en la naturaleza, que se interrogan a sí mismos y que no pretenden otra cosa que ser fieles a sí mismos, de alguna forma extrañados de una sociedad ante la que se sienten perplejos y nada acomodaticios. El ritmo pausado en la aparición de sus trabajos (cinco largometrajes y tres cortos en quince años) es equivalente al de sus películas: El árbol de las cerezas (1998), Pau y su hermano (2001), Las manos vacías (2003). Su estilo, cada vez más depurado, ha desembocado, de momento, en Díes d’agost (2006), un auténtico poema en imágenes que hace que todos los que hemos aprendido a paladear sus obras esperemos con impaciencia sus próximos trabajos. Su cine es un lujo para todo aquel que aspire a algo más que a ver cine predigerido. Es un cine que, inevitablemente, apela a la inteligencia del espectador y su complicidad.

Jesús Angulo

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