Premio CIUDAD DE HUESCA

38ª Edición

2010

Un carbonero navarro con la libertad corriéndole por las venas, jóvenes nihilistas enganchados a drogas duras, un inmigrante africano en la España de finales de los ochenta, jóvenes madrileños perdidos en un hedonismo amoral, niños de mirada inteligente intrigados por los mil secretos de un entorno gris, guerrilleros soñadores contra la dictadura, un cantautor que vuelve a su tierra todos los veranos para cantar a los suyos, un universo onírico de inspiración literaria con raíces vascas y ramas universales… He aquí los mundos reales que el director navarro Montxo Armendáriz ha querido “enrollar en un carrete para poder desenvolverlo cual si fuese una alfombra mágica”, las historias desde abajo con las que el maestro de Olleta nos ha hecho más fácil la vida desde que iniciara a mediados de los ochenta una trayectoria francamente peculiar.

En el barrio de la Chantrea de Pamplona el niño Armendáriz pasaba a menudo siete horas seguidas en el cine en las famosas sesiones dobles. Pese a que el joven Armendáriz estudió electrónica y llegó a ejercer la docencia, su voluntad de hacer cine quedó patente cuando ya con la treintena comenzó a rodar sus cortometrajes, primeros pasos cinematográficos que clamaban por una libertad que apenas comenzaba a esbozarse en el tenso ambiente de la Transición en el País Vasco. Tanto La danza de lo gracioso (1979) como Ikusmena (1980) reflexionaban con hondura respecto a las dificultades para mantener la libertad individual y la independencia frente a las manipulaciones políticas, sociales, económicas o religiosas. Lo mismo cabe decir de Carboneros de Navarra (1981), cortometraje documental que abordaba desde un punto de vista antropológico formas de vida en extinción. No fue ajeno al ambiente de reivindicaciones vasquistas y un ejemplo es su trabajo para la serie  Ikuska (el número 11, de 1981) relativo a la Ribera Navarra. Toda una declaración de principios para inaugurar una filmografía que precisamente tendrá en la libertad individual y en la expresa voluntad de filmar historias humanas desde abajo su máxima. Uno de los carboneros protagonistas de su cortometraje documental sobre el tema iba a convertirse en el eje de su primer largometraje, producido por Elías Querejeta. Anastasio Ochoa -Tasio-, era una suerte de héroe anónimo, un hombre que había rechazado siempre trabajar por cuenta ajena y que había elegido vivir en comunión con la naturaleza que le rodeaba. La opera prima de Montxo Armendáriz acaba de cumplir un cuarto de siglo y se conserva fresca como los montes que retrataba.  Y es que los troncos con los que el “carbonero” Armendáriz extrae su carbón para hacer películas están muy bien enraizados en el suelo. Es madera de sentimientos y realidades universales, es madera poética a través de la sencillez, es madera de la que calienta el corazón en el invierno, es madera de cineasta completo.

En una ocasión en el Festival de Nantes, un  grupo de invitados y organizadores tomábamos una cerveza en un bar. Montxo se ausentó un momento. Al escuchar nuestra animada conversación en castellano, un francés se acercó para preguntarnos qué hacíamos allí. Le explicamos que formábamos parte del Festival. Nos dijo que, aunque le había encantado, lamentablemente sólo había visto una película española en toda su vida. Le preguntamos por ella y nos contestó: Tasio. En ese momento se reincorporó Montxo despreocupadamente al grupo e hicimos saber al francés que tenía a su lado al mismísimo director. Cuando aquel joven miró fijamente a Armendáriz, vimos en su cara una mezcla de sorpresa y admiración. Es la misma que tenemos muchos al comprobar, película tras película, que tenemos en casa a uno de los grandes.

Joxean Fernández

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